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Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus espaldas, era demasiado para que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente. Era él
un objeto de odio más constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas potencias, solía hallarse en paz con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran, a pesar de que apenas pasaba día —y cada día ocurría esto mil veces— sin que sus teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las tribunas públicas, en los periódicos y en los libros... a pesar de todo ello, su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores que trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran atrapados por la Policía del Pensamiento. Era el jefe supremo de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una subterránea red de conspiradores que se proponían derribar al Estado. Se suponía que esa organización se llamaba la Hermandad. Y también se rumoreaba que existía un libro terrible, compendio de todas las herejías, del cual era autor Goldstein y que circulaba clandestinamente. Era un libro sin título. La gente se refería a él llamándole sencillamente el libro. Pero de estas cosas sólo era posible enterarse por vagos rumores. Los miembros corrientes del Partido no hablaban jamás de la Hermandad ni del libro si tenían manera de evitarlo.
En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. Incluso O'Brien tenía la cara congestionada. Estaba sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho como si estuviera resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven sentada exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez descubrió Winston que estaba chillando histéricarnente como los demás y dando fuertes patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la rabia que se sentía era una emoción abstracta e indirecta que podía aplicarse a uno u otro objeto como la llama de una lámpara de soldadura autógena. Así, en un momento determinado, el odio de Winston no se dirigía contra Goldstein, sino contra el propio Gran Hermano, contra el Partido y contra la Policía del Pensamiento; y entonces su corazón estaba de parte del solitario e insultado hereje de la pantalla, único guardián de la verdad y la cordura en un mundo de mentiras. Pero al instante siguiente, se hallaba identificado por completo con la gente que le rodeaba y le parecía verdad todo lo que decían de Goldstein. Entonces, su odio contra el Gran Hermano se transformaba en adoración, y el Gran Hermano se elevaba como una invencible torre, como una valiente roca capaz de resistir los ataques de las hordas asiáticas, y Goldstein, a pesar de su aislamiento, de su desamparo y de la duda que flotaba sobre su existencia misma, aparecía como un siniestro brujo capaz de acabar con la civilización entera tan sólo con el poder de su voz.
仇恨剛進行了三十秒鐘,屋子里一半的人中就爆發出控制不住的憤怒的叫喊。電幕上揚揚自得的羊臉,羊臉后面歐亞國可怕的威力,這一切都使人無法忍受;此外,就憑果爾德施坦因的臉,或者哪怕只想到他這個人,就自動的產生恐懼和憤怒。不論同歐亞國相比或東亞國相比,他更經常的是仇恨的對象,因為大洋國如果同這兩國中的一國打仗,同另外一國一般總是保持和平的。但是奇怪的是,雖然人人仇恨和蔑視果爾德施坦因,雖然每天,甚至一天有上千次,他的理論在講臺上、電幕上、報紙上、書本上遭到駁斥、抨擊、嘲笑,讓大家都看到這些理論是多么可憐的胡說八道,盡管這樣,他的影響似乎從來沒有減弱過。總是有傻瓜上當受騙。思想警察沒有一天不揭露出有間諜和破壞分子奉他的指示進行活動。他成了一支龐大的隱蔽的軍隊的司令,這是一幫陰謀家組成的地下活動網,一心要推翻國家政權。它的名字據說叫兄弟團,謠傳還有一本可怕的書,集異端邪說之大成,到處秘密散發,作者就是果爾德施坦因。這本書沒有書名。大家提到它時只說那本書。不過這種事情都是從謠傳中聽到的。任何一個普通黨員,只要辦得到,都是盡量不提兄弟團或那本書(thebook)的。
仇恨到了第二分鐘達到了狂熱的程度。大家都跳了起來,大聲高喊,要想壓倒電幕上傳出來的令人難以忍受的羊叫一般的聲音。那個淡茶色頭發的小女人臉孔通紅,嘴巴一張一閉,好象離了水的魚一樣。甚至奧勃良的粗獷的臉也漲紅了。他直挺挺地坐在椅上,寬闊的胸膛脹了起來,不斷地戰栗著,好象受到電流的襲擊。溫斯頓背后的黑頭發姑娘開始大叫“豬玀!豬玀!豬玀!”她突然揀起一本厚厚的新話詞典向電幕扔去。它擊中了果爾德施坦因的鼻子,又彈了開去,他說話的聲音仍舊不為所動地繼續著。溫斯頓的頭腦曾經有過片刻的清醒,他發現自已也同大家一起在喊叫,用鞋后跟使勁地踢著椅子腿。兩分鐘仇恨所以可怕,不是你必須參加表演,而是要避不參加是不可能的。不出三十秒鐘,一切矜持都沒有必要了。一種夾雜著恐懼和報復情緒的快意,一種要殺人、虐待、用大鐵錘痛打別人臉孔的欲望,似乎象一股電流一般穿過了這一群人,甚至使你違反本意地變成一個惡聲叫喊的瘋子。然而,你所感到的那種狂熱情緒是一種抽象的、無目的的感情,好象噴燈的火焰一般,可以從一個對象轉到另一個對象。因此,有一陣子,溫斯頓的仇恨并不是針對果爾德施坦因的,而是反過來轉向了老大哥、黨、思想警察;在這樣的時候,他打從心跟里同情電幕上那個孤獨的、受到嘲弄的異端分子,謊話世界中真理和理智的唯一衛護者。可是一會兒他又同周圍的人站在一起,覺得攻擊果爾德施坦因的一切的話都是正確的。在這樣的時刻,他心中對老大哥的憎恨變成了崇拜,老大哥的形象越來越高大,似乎是一個所向無故、毫無畏懼的保護者,象塊巨石一般聳立于從亞洲蜂擁而來的烏合之眾之前,而果爾德施坦因盡管孤立無援,盡管對于是否有他這個人的存在也有懷疑,卻似乎是一個陰險狡詐的妖物,光憑他的談話聲音也能夠把文明的結構破壞無遺。